Como señalan V. Azoulay y P. Ismara (2007), estudiar los contornos de la política en la Atenas clásica invita precisamente a pensar también en aquello que se encuentra en sus márgenes.
En su libro "La voix
endeuillé"(1999), Nicole Loraux planteaba de forma magistral precisamente la
relatividad de la dimensión política del teatro ateniense, que si bien fue ante
todo espacio colectivo y ritualizado de
reunión y contemplación cívico-religiosa, no resulta equiparable a la ekklesía, a la asamblea política, ámbito
por excelencia del lógos politikós
del que son partícipes exclusivamente los ciudadanos. La deliberación política
solo en contadas ocasiones tuvo lugar en el recinto
dionisíaco, coligadas a la stásis, a
situaciones de excepcionalidad e insurrección. Frente a Apolo, Zeus o Atenea,
de ubicar a Dioniso en el ámbito de la política, solo cabe imaginarlo en sus
confines, en sus límites.
La pregunta esencial que se hace Loraux al respecto remite al mundo de la tragedia (no así a la comedia Antigua, tan proclive a poner en escena la actualidad política y, con ella, a los personajes públicos) en el contexto de la voz trágica del duelo, objeto de estudio del libro, resulta sin duda valiente. ¿Cómo se puede sostener que la tragedia revistiera un carácter eminentemente político?, se preguntaba a contracorriente la magistral historiadora con gesto crítico.
¿Tragedia política, actualización política, alegoría de lo
político? Cuando precisamente el género trágico con harta frecuencia se mueve en el terreno
de lo anti político, opuesto al discurso cívico, al mostrar en escena de forma
insistente actitudes, discursos y conflictos (tan a menudo protagonizados y
encarnados en las mujeres) que exceden y transgreden el orden constitutivo de
la ideología oficial de la polis. Y la
gran helenista francesa responde a la interpretación reductiva del "teatro
político", a la estricta lectura de la tragedia en términos políticos mediante
argumentos reflexivos, cargados de sutiles matices antropológicos y
sicológicos, ámbitos hacia los que la autora se mantuvo equidistante. Pese a la indudable dimesión cívica, la tragedia se muestra incluso antipolítica, o se ubica más allá de la política, pone en crisis sus convicciones de unidad y estabilidad. Contrapunto del discurso público, a través de la transgresión la ficción trágica cuestionaba "los requisitos y las prohibiciones constitutivos de la ideología de la ciudad". Una ideología oficial que, conforme a la autora, era discurso represivo de toda stasis, de todo conflicto interno.
Seguramente en el teatro los atenienses se
sentírían espectadores antes que ciudadanos. Compartían tal condición con la
audiencia no ciudadana (metecos, mujeres, esclavos). Si bien en el koilon los
rangos no se confunden, frente a la escenificación trágica la concurrencia cívica en
su conjunto irremediablemente pertenece a la raza de los mortales que, en un
sentido aristotélico, sienten compasión y padecen miedo ante la fuerza de la
performance que contemplan y escuchan, más allá de su pertenencia a la comunidad
política. Antes que ciudadano, frente al drama trágico y sus destinos inexorables el espectador fue
contemplador y oyente, sicológicamente receptivo ante las pasiones, a un tiempo
universales y particulares, que se le mostraban. Pasiones humanas que la
audiencia reconocía y en las que se
reconocía y, a través del proceso
catártico, adquiría distanciamiento y conciencia de lo representado. En la ficción trágica, como en la vida real, los dioses repartían por igual dichas e infortunios.
Los años pasan, pero ¡cómo se sigue echando en falta la
palabra, la voz de Nicole Loraux!